Un nuevo río de más de 20 kilómetros de longitud, 60 metros de ancho y 15 de profundidad pone en evidencia el precio de la dependencia del cultivo de soja.
Imagen de Río Nuevo en la Cuena del Morro, provincia de San Luis. |
Tras una noche de copiosas lluvias, Ana Risatti se despertó escuchando un estruendo de agua amenazante dentro de su propia casa. Pensando que seguía lloviendo desde la noche anterior, salió afuera a ver.
“Cuando vi lo que era de verdad, casi me desmayo”, cuenta Risatti, de 71 años. En lugar de caer desde el cielo, el agua que se oía fluía por un cauce profundo que se había formado durante la noche justo al otro lado de la cerca de su casa.
La aparición repentina de una red de ríos nuevos en el centro de la provincia de San Luis desconcierta a científicos y preocupa a ecologistas y agricultores. También plantea cuestiones urgentes sobre el coste medioambiental de la dependencia de la soja, principal cultivo de exportación en Argentina.
“El rugido del agua era terrorífico”, explica Risatti, recordando aquella mañana de hace tres años. “La tierra se abrió como si fuera un cañón. El agua se llevaba todo lo que tenía por delante. Cantidades enormes de tierra, árboles y césped eran arrastrados por el agua”.
La garganta que se abrió de forma tan drástica en la granja de Risatti ha crecido y ahora tiene una longitud de 25 kilómetros. En su punto más profundo mide más de 60 metros de ancho y tiene 25 metros de profundidad.
El más grande de varios cursos de agua nuevos, el Río Nuevo, recorre la Cuenca del Morro, una cuenca de aguas subterráneas con una leve inclinación que cubre 373.000 hectáreas de llanuras de la provincia de San Luis.
Hasta principios de los 90, la Cuenca del Morro era un mosaico de bosques y pastizales que absorbían agua, pero ahora han desaparecido y los ha reemplazado el cultivo de soja y maíz.
La transformación de Argentina en exportadora mundial de soja ha traído como consecuencia una gran deforestación para hacer sitio al cultivo, que ya cubre el 60% de la tierra cultivable del país. En los últimos 10 años se han perdido 2,4 millones de hectáreas de bosques nativos, según datos de Greenpeace.
Esteban Jobbágy, experto en medio ambiente de la Universidad de San Luis, explica que la aparición repentina de ríos nuevos se da por la convergencia de tres factores: “Primero, hemos tenido años muy lluviosos por el cambio climático. Segundo, la naturaleza del suelo de esta zona es bastante inestable. Y tercero, por primera vez esta cuenca está rodeada de tierra cultivada”.
Argentina es el tercer productor mundial de soja, después de Estados Unidos y Brasil, y genera el 18% de la producción global. En 2016, la exportación de legumbres de soja, harina de soja y aceite de soja constituyó el 31% del total de las exportaciones del país.
“Argentina es una república bananera en la que la soja es la nueva banana”, señala Jobbágy. “Sin el cultivo de la soja, nuestros agricultores no podrían sobrevivir, ni tampoco podría sobrevivir el país”.
A diferencia de los bosques de raíces profundas que ha reemplazado –que absorben grandes cantidades de agua durante todo el año– la soja tiene raíces cortas y crece solo unos pocos meses al año.
Esto provocó que el acuífero por debajo de la Cuenca del Morro se elevara y aumentara la velocidad a la que fluye bajo tierra, a su vez haciendo colapsar la tierra permeable de la zona.
Las medidas de prevención llegan tarde
Alrededor de 2008, los agricultores comenzaron a informar de la aparición de canales poco profundos, pero en los últimos cinco años el ritmo de la erosión se ha acelerado drásticamente y esos arroyos se han convertido en profundos cauces de agua.
Trepando por la ladera de uno de estos barrancos, Jobbágy coge un puñado de tierra de la pared del cauce que se disuelve rápidamente en su mano. “Es prácticamente polvo”, muestra.
“Cuando se moja, se vuelve muy inestable y lo que parece sólido se transforma en líquido. Por eso este río mueve muchísimos sedimentos a pesar de su relativamente escasa inclinación”, explica Jobbágy.
Eso deriva en un segundo problema para los agricultores: a veces campos enteros pueden desaparecer de la noche a la mañana cuando el río moja capas de sedimentos de hasta un metro de espesor.
Alberto Panza, un productor ganadero de 41 años, es uno de los pocos que resiste y se niega a alquilar sus tierras a las grandes corporaciones productoras de soja que han reemplazado a la mayoría de los pequeños agricultores argentinos.
Mientras maneja una camioneta desvencijada por una calle de tierra, Panza remarca lo desértica que parece hoy esta región. Ya no hay gauchos cabalgando a pelo por los campos y las casas rurales han sido demolidas para alquilarlas a los productores de soja.
“Muchos agricultores ahora viven en la ciudad”, dice Panza. “Es más fácil mudarte y alquilar tu campo a una corporación que cultivarlo vos mismo”.
Al llegar a su estancia, Panza camina sobre lo que solo puede describirse como paisaje marciano. En medio del campo, un cañón gigante de más de 60 metros de ancho y 25 metros de profundidad se abre abruptamente con una corriente de agua en el fondo que parece lenta, aunque no lo es.
El cañón parte por la mitad el campo de Panza. “Esto era tierra de pasto, totalmente llana”, afirma. Un poste de electricidad yace al lado del lecho del río, con los cables todavía conectados a los postes del otro lado del cañón. Como el río cambia constantemente de curso, Panza no ha podido construir un puente o un camino para llegar al otro lado.
Cuando quedaba ya menos de un tercio de la Cuenca del Morro cubierta de bosques o pastizales y casi la mitad estaba dedicada al cultivo de soja y maíz, el Gobierno de San Luis finalmente intervino para intentar impedir que la cuenca se transforme en un delta.
El Gobierno reaccionó solo cuando un nuevo curso de agua comenzó a amenazar las afueras de la ciudad de Villa Mercedes y dos importantes carreteras que recogen la mayor parte del tráfico terrestre internacional entre Argentina y la vecina Brasil.
En la sede provincial del Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria (INTA), tres científicos –Claudio Sáenz, Juan Cruz Colazo y Mario Galván– han estado estudiando la Cuenca del Morro durante los últimos diez años.
En parte gracias a sus esfuerzos, la provincia aprobó una ley de emergencia en 2016 que obliga a los terratenientes a preservar el 5% de sus campos como bosques o pasto y plantar en invierno cultivos absorbentes cuando no están utilizando sus tierras para el cultivo de soja.
“El Gobierno nos ha dicho que hasta ahora el 60% de los agricultores se ha comprometido a cumplir estas obligaciones,” dice Galván.
“Pero esto es sólo un granito de arena”, advierte Sáenz. La pérdida de pequeños agricultores ha empeorado el problema: las empresas agrarias tienen pocos incentivos en rotar los cultivos ni en preservar la sostenibilidad de la tierra, explica.
“Si un terreno se vuelve inutilizable, simplemente alquilan otro terreno y dejan que el dueño lidie con el problema. Es un sistema que no solo erosiona el suelo, sino que también erosiona el conocimiento de agricultura sobre los terratenientes”.
Jobbágy pasa la mayor parte del tiempo en el campo, midiendo la corriente de los ríos nuevos, tratando de trazar sus cursos siempre cambiantes y estableciendo vínculos con los pocos agricultores que quedan.
“Muchos terratenientes ahora tienen una relación muy volátil con su tierra”, afirma. “Al haber demolido tantas casas, el alma de la tierra se ha perdido. Mientras funcione el sistema, está todo bien. Pero cuando la naturaleza se para y dice: “¡Basta!”, entonces la situación ya es muy difícil de revertir.”
Este artículo ha sido publicado con el apoyo del Instituto Forestal Europeo y la Estación Lookout, la nueva iniciativa del IFE para conectar la ciencia y periodismo en torno a la cuestión del cambio climático.
Traducido por Lucía Balducci
Fuente: Theguardian/Argentina
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