Pero con el primer Plan Quinquenal, basado en la explotación acelerada de los ricos suministros de energía, minerales y otras materias primas del país y en su gran fuente de trabajo, que significó un giro de 180° con respecto a la política económica de los últimos siete años, y sobre la base de la resistencia del campesinado a la colectivización forzosa, los conservacionistas pasaron a ser vistos como “enemigos de la revolución”. En un intento por parte del estalinismo de “transformar la naturaleza” con fines productivistas, en 1927 había surgido en la biología soviética la cuestión del uso de los zapovednik para investigar la “aclimatación” de especies, es decir, la eliminación de animales y plantas silvestres de su hábitat original reubicándolos. Sukachev y Stanchinsky se opusieron tajantemente a esta orientación argumentando que estas reservas ecológicas deberían permanecer inviolables, lo que lleva a Stanchinsky a entrar directamente en conflicto con el estalinista Trofim Lysenko y su principal aliado Issak Izrailovich Prezent, quien más tarde lideró la destrucción de la genética en la Unión Soviética.
Para empeorar todavía más las cosas, el ascenso de Lysenko a la condición de árbitro de la ciencia biológica significó que se lanzaran ataques “científicos” contra la ecología, la genética, los geobotánicos y los conservacionistas. El ataque fue iniciado por Prezent, quien en 1930, en el cuarto Congreso de la Unión de Zoología, cuestionara la charla teórica de Stanchinsky sobre dinámica trófica poniendo en duda incluso la validez de la ecología como ciencia, para plantear posteriormente junto a Lysenko que su trabajo no tenía “ningún valor práctico”. Pero en 1931 Stanchinsky asume como editor de la Revista Ecología y biocenología y comienza a desarrollar argumentos científicos en contra de la aclimatación.
Es irónico que en el momento en que la ecología soviética estaba haciendo grandes avances, formando un nuevo enfoque para las comunidades biológicas, comenzó a ser atacada por los políticos y científicos estalinistas, un grupo que decía representar a la generación criada y educada desde la revolución de 1917, pero que adolecía de un enfoque utilitarista de la relación con la naturaleza, y que se oponía a cualquier ciencia que indicara que la naturaleza pudiese tener propiedades que limitaran la manipulación humana sobre ella. De esta forma, los conservacionistas comenzaron a ser vistos como un grupo que de alguna manera se dedicaba a obstaculizar el proceso de construcción del socialismo por su compromiso con “la protección de la naturaleza por el bien de la naturaleza en sí”.
A comienzos de 1930 Protección de la Naturaleza asumió una posición más arriesgada y apuntó directamente contra la industrialización acelerada y la colectivización forzosa. Hizo sonar la alarma con valentía sobre los peligros ecológicos de la colectivización a gran escala, a través de una columna de A. Teodorovich, quien amenazó: “Desde un extremo a otro de nuestra Unión, un incesante grito de guerra está sonando contra el Plan [Quinquenal] y su aumento de la cosecha en un 35 %”, y agregó: “Sin embargo, sin conservación, sin uso racional de los recursos naturales, no se podrá hablar de aumentar la cosecha”. Y para darle más solidez a sus advertencias sobre “la destrucción del equilibrio en los reinos animal, vegetal y mineral”, invocó las palabras de Federico Engels de Dialéctica de la Naturaleza sobre el verdadero significado del concepto de dominación de la naturaleza. Pero el peso del aparato estalinista comenzó a hacerse sentir también al interior de la Sociedad para la Conservación de la Naturaleza. Exactamente un año después de la denuncia de Teodorovich, la revista cambió su nombre a Naturaleza y economía socialista, y ahora aparecía, como organismo responsable de su publicación, una Sociedad para la Conservación y la Promoción del Crecimiento de los Recursos Naturales.
La represión física tampoco se hizo esperar. Chayánov fue arrestado por primera vez en 1930 y procesado bajo la acusación de pertenecer a un supuesto Partido de los Campesinos y Obreros (que sólo existía literariamente en su novela Eutopía de 1920). En 1932 volvió a ser detenido, esta vez juzgado en secreto y condenado a cinco años de trabajos forzados en Kazajistán. El 3 de octubre de 1937 fue detenido de nuevo e inmediatamente ejecutado en secreto. En febrero de 1934 Stanchinsky fue arrestado, torturado y condenado a 5 años de trabajos forzados. En 1940 sería nuevamente arrestado, acusado de espionaje y agitación antisoviética. Tras ser condenado a otros 8 años de trabajos forzados, moriría en 1942 de miocarditis en la cárcel de Vologoda siendo su lugar de entierro desconocido.
Según comentan los biólogos marxistas norteamericanos Richard Levins y Richard Lewontin en El biólogo dialéctico (1985): “El episodio más notorio fue el arresto de Nicolai Vavilov en agosto de 1940. Vavilov, pionero en genética de plantas y en la evolución de las plantas de cultivos, fue capturado durante un viaje de campo en el oeste de Ucrania acusado de actividades de destrucción. Los cargos incluían la pertenencia a una conspiración derechista, espiar para Inglaterra, liderar el partido campesino, saboteos en la agricultura y vínculos con emigrantes antisoviéticos. Fue sentenciado a muerte por la corte militar, y a pesar de que luego la condena fue reducida a diez años de prisión, Vavilov murió [de desnutrición] en la cárcel en 1943”, para luego ser arrojado a una tumba sin nombre. Estrechamente ligados a Vavilov, fueron purgados Hessen y Bujarín.
El 22 de agosto de 1936 el físico Boris Hessen fue arrestado y acusado de “trotskista”. Enjuiciado en secreto por un tribunal militar fue encontrado culpable el 20 de diciembre de 1936 y ejecutado el mismo día. Bujarín, luego de pasar trece meses en la cárcel, fue condenado a muerte el 13 de marzo y ejecutado al día siguiente. Por su parte, Uranovsky había sido identificado por Prezent como “seguidor de la línea de demolición en el campo de la política científica”. En 1936, bajo la falsa acusación de terrorismo contrarrevolucionario y espionaje fue arrestado y ejecutado. De los seis autores de Marxismo y pensamiento moderno tres serían purgados. Riazanov sería arrestado en febrero de 1931, y luego de vivir en la miseria a orillas del río Volga por unos años, volvería a ser arrestado en julio de 1937 bajo la acusación de formar parte de una célula trotskista terrorista, siendo juzgado y condenado a muerte el 21 de enero de 1938. Por su parte, Smidovich moriría el 16 de abril de 1935 en Moscú bajo circunstancias sospechosas, luego de un enfrentamiento con el Comisariado de Economía por el control de los zapovednik.
Como resultado, la URSS en este período perdió a muchos de sus pensadores ecológicos más creativos. Algunos, como Schmalgauzen y Sukachev, resistieron temerariamente la tormenta lysenkoista (para sembrar un nuevo movimiento a fines de los años 1960). Otros, como Oparin, Komarov y Williams, optaron por la subordinación. Incluso este último pasó a ser un activo colaborador de Lysenko. Si en 1924 se había creado la Sociedad para la Conservación de la Naturaleza con solo mil miembros, alcanzando para el año 1932 los 15 mil, para 1940 la membresía había disminuido abruptamente a solo 2500, y su publicación Protección de la Naturaleza dejaría de salir al año siguiente. Para entonces, el movimiento conservacionista soviético ya estaba practicamente aniquilado.
Ecocidio en la URSS
Según Foster, la ironía en la que culminó este proceso fue que los factores ecológicos acabaron por desempeñar un papel principal en el declive del crecimiento económico soviético y en la aparición del estancamiento en la década de 1970. En su obra Planeta vulnerable: Una breve historia económica del medioambiente, Foster recupera lo indicado por el asesor económico de Gorbachov, Abel Aganbegyan (Harry Magdoff, Perestroika and the Future of Socialism). Sintetizando, Foster nos indica: “La Unión Soviética fue particularmente derrochadora en el uso de sus insumos materiales. Con una producción industrial total mucho más pequeña que la de los Estados Unidos, sus industrias produjeron dos veces más acero y consumió un 10 % más de electricidad. Peor aún, a pesar de un menor nivel de producción agrícola, su agricultura usó aproximadamente un 80 % más de fertilizantes minerales. En lugar de gastar una proporción cada vez mayor de su inversión de capital en reemplazar las viejas y desgastadas plantas y maquinarias (como la avanzada economía capitalista hizo), la Unión Soviética dedicó la mayor parte de su inversión para ampliar la capacidad productiva, reemplazando solo alrededor del 2 % de sus plantas y equipos cada año. El resultado fue una ineficiencia creciente en la producción. Construido en este modelo de desarrollo, además, había una devoción a la industria pesada como la clave del rápido crecimiento económico”.
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Restos de un carguero abandonado en el lecho descubierto del extinto Mar de Aral, entre Kazajistán y Uzbekistán. |
En 1990, Alexei Yablokov, un distinguido biólogo que fue el crítico ambiental más respetado en el parlamento soviético durante el período de Gorbachov y que luego se convirtió en asesor ambiental de Boris Yeltsin, citó dos casos para indicar el desastroso efecto contaminante del modelo económico soviético sobre la salud de la población rusa: “En los Urales, en la ciudad de Karabash (región de Chelyabinsk), donde las perjudiciales emisiones de las chimeneas del centro de fundición de cobre alcanzan las nueve toneladas per cápita por año, la mitad de los jóvenes no puede realizar el servicio militar obligatorio porque el estado de su salud se lo impide. En el distrito de Krasnodar, al norte del Cáucaso, hay áreas arroceras donde el uso intensivo de pesticidas ha tenido tal efecto en la salud que ni un solo joven podría ser aceptado para el servicio militar. En algunas aldeas agrícolas del distrito el cáncer es la única causa de muerte”.
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El mar de Aral tuvo anteriormente unos 68.000 km2 de superficie. Esta, hoy se encuentra reducida a solo el 10 %. |
La agricultura soviética se había vuelto fuertemente petrodependiente. A principios de los años ochenta, el tonelaje de agroquímicos aumentó. Para 1987, según Yablokov, “el 30 % de todos los alimentos, aproximadamente, contenía una concentración de pesticidas peligroso para la salud humana”. La producción de algodón en el Asia Central (que dependía en gran medida de la aplicación intensiva de pesticidas y herbicidas, y del riego), contaminó y secó los ríos que conducían al mar de Aral, por entonces uno de los cuatro lagos más grandes del mundo, con 68.000 km² (hoy posee menos del 10 % de su tamaño original): “A medida que su volumen se redujo por dos tercios, las tormentas llevaron las sales tóxicas de su lecho expuesto a campos fértiles ubicados a más de mil millas de distancia. Tanto ha sido la contaminación vertida de desechos químicos en el suministro de agua potable que las madres en la región de Aral no pueden amamantar a sus bebés sin correr el riesgo de envenenarlos”.
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La ciudad de Prípiat debió ser abandonada tras la catástrofe nuclear de Chernobyl. |
Lo peor de todo fue el nivel de contaminación radiactiva del ambiente. La catástrofe nuclear de abril de 1986 en Chernobyl arrojó 500 veces más material radioactivo a la atmósfera que el bombardeo de Hiroshima, y su ciudad, Prípiat, debió ser completamente evacuada, siendo sus animales, tanto doméstico como salvajes, sacrificados. Por otra parte, en abril de 1993 un informe de 46 expertos bajo la dirección de Yablokov reveló que la Unión Soviética había tirado 2.5 millones curies de desechos radiactivos en el océano. “Pusimos 17 reactores nucleares de submarinos en el fondo del mar “, informó Yablokov. “Siete de ellos todavía contenían combustible”.
Otros elementos se sumaban al lamentable diagnóstico: el modelo de desarrollo llevó al descuido de la conservación del suelo. La pérdida de preciosa tierra vegetal, debido a las fuerzas del viento y el agua, atacó a unos 135 millones de acres de tierras agrícolas soviéticas entre 1975 y 1990. Las emisiones de dióxido de azufre por unidad del Producto Nacional Bruto (PBN) en 1988 fueron 2,5 veces mayores que las de los Estados Unidos.
En la RDA, Checoslovaquia y Polonia, el triángulo negro de la Europa del Este, las cosas iban también muy mal, con los niveles más altos de contaminación industrial en Europa. Según lo recogido por Brown, Lester y Russell en el Informe anual del Worldwatch Institute sobre progreso hacia una sociedad sostenible de 1992, en la región conformada por la Alemania Oriental, el norte de Bohemia y la alta Silesia (particularmente en torno a los pueblos de Most en Checoslovaquia y Katowice en Polonia), residía una gran concentración de industrias siderúrgicas, metalúrgicas y plantas químicas que utilizaban carbón de baja calidad (lo que generaba grandes cantidades de impurezas y contaminantes). En donde hasta el Gobierno de Checoslovaquia debió admitir que la zona de los alrededores de Praga era “zona catastrófica”. En Most se registraron emisiones de dióxido sulfúrico veinte veces superiores al nivel máximo recomendado por la Organización Mundial de la Salud (OMS), y los escolares tenían que usar mascarillas portátiles.
EI gobierno polaco por su parte describió a la alta Silesia como una “zona de desastre medioambiental”, donde los niveles de dióxido sulfúrico de la atmósfera eran varias veces superiores a los niveles de seguridad oficiales. En lo que respecta a Cracovia cada año caían de la atmósfera 170 toneladas de plomo, 7 toneladas de cadmio, 470 toneladas de zinc y 18 toneladas de hierro. Durante más de un tercio de los días del año había niebla, casi dos tercios de los alimentos producidos en la zona estaban contaminados y no eran apropiados para el consumo humano, y el 70 % del agua no se podía beber. Un tercio de los ríos estaba absolutamente desprovisto de vida, el Vístula era inapropiado hasta para uso industrial a lo largo de más de dos tercios de su curso porque era demasiado corrosivo, y en la costa del Báltico una zona de más de 100.000 kilómetros cuadrados estaba biológicamente muerta debido a los productos tóxicos que los ríos vertían en él.
En los últimos años de la URSS surgió un vasto nuevo movimiento ecologista que se propuso abordar algunos de los peores aspectos del desarrollo soviético. Sin embargo, el declive social, económico y ecológico de la sociedad soviética fue tan severo, que el Gobierno ya no estaba en condiciones de llevar a cabo ninguna reforma progresiva. Por el contrario, preparaba el camino para la restauración del capitalismo. En el momento de las revoluciones en Europa del Este en 1989, los movimientos en alza fueron capitalizados políticamente por fuerzas restauracionistas, incluyendo fracciones de la propia burocracia del Estado. El colapso era inminente. El 9 de noviembre de 1989 caería el Muro de Berlín y el 25 de diciembre de 1991 finalmente la URSS anunciaría su disolución oficial.
Ecología, socialismo y revolución
Pero en el mismo momento en que la caída del Muro de Berlín anunciaba una ofensiva colosal del capitalismo contra el trabajo y la naturaleza (las dos fuentes de donde mana toda riqueza social), otro fenómeno de vital importancia ocurría. En la década de 1980 un número creciente de científicos se preocupó de que la actividad humana afectara, más que los entornos locales y los ecosistemas específicos, al mundo en su conjunto. Estas preocupaciones llevaron al lanzamiento del programa de cooperación científica internacional más grande y complejo jamás emprendido: el Programa Internacional Geósfera-Biósfera (IGBP), que coordinó los esfuerzos de miles de científicos de todo el mundo desde 1990 hasta 2015. Mientras el marxismo vivía la peor crisis de toda su historia y los revolucionarios veían cómo sus fuerzas se debilitaban en la resistencia contra el neoliberalismo y la ideología triunfalista del capitalismo (con sus teorías del fin del trabajo y del fin de la historia), los científicos naturales agrupados en el IGBP produjeron un gran avance en la comprensión científica del sistema Tierra.
Esto llevó a la inquietante confirmación de que la actividad humana, que en realidad no es más que un eufemismo para referirse a la economía capitalista (y los aspectos regresivos de la economía de transición de la URSS) no solo estaba perturbando el sistema Tierra, sino que lo hacía de una forma más profunda y extendida de lo que nadie hubiera imaginado. En el año 2000, en una reunión del IGBP para revisar su primera década de investigación, el químico ganador del Premio Nobel Paul Crutzen argumentó convincentemente que ya habían desaparecido las características determinantes del Holoceno, el breve periodo geológico de los últimos diez mil años que posibilitó el surgimiento y desarrollo de la civilización humana. El periodo geológico previo, el Pleistoceno, se caracterizaba por una temperatura promedio global de la Tierra de seis grados más abajo que en la actualidad. Era la famosa era del hielo que contó con más de dos millones de años. Pero el Holoceno, caracterizado por un clima relativamente estable y cálido, permitió la aparición de la agricultura y, con ella, de la cultura. Ahora, según Crutzen, la Tierra había entrado en una nueva época, oscura e incierta, marcada por la “actividad humana”, el Antropoceno. Oscura e incierta, porque tal como dice Johan Rockström, del Centro de Resiliencia de Estocolmo, las condiciones del Holoceno han sido las únicas que sabemos con certeza son compatibles con las sociedades humanas complejas.

¿Cómo se explica esto? El capital se había convertido en una fuerza social de alcance geológico. Su economía (y también en parte los aspectos regresivos de la economía de transición de la URSS) llevó a la interrupción de un complejo ciclo natural que tardó millones de años en evolucionar y estabilizarse, “una fractura irreparable en el proceso interdependiente entre el metabolismo social y el natural prescrito por las leyes naturales”, como describiera Marx en el Capital. Esa perturbación, que se ha globalizado luego de un siglo respecto al momento de aparición del Capital, está cambiando rápidamente el estado del planeta. Por ejemplo, durante al menos 800 mil años la concentración de dióxido de carbono atmosférico (que retiene parte del calor recibido del Sol) ha variado dentro de un rango estrictamente limitado: nunca más bajo que 180 partículas por millón (ppm) en tiempos fríos, nunca más de 300 ppm en tiempos cálidos.
De esta forma, el CO2 ha circulado entre la atmósfera y los océanos durante largos periodos de tiempo, manteniendo las temperaturas de la Tierra dentro de límites sorprendentemente bien definidos. Pero ahora, tras décadas de una irracional explotación de los hidrocarburos, la concentración de CO2 atmosférico ha ido en aumento. Según los registros recogidos por la NASA, el NOAA y otros organismos, podemos concluir que la superación de los 320 ppm se corresponde con el Boom de posguerra (o gran Aceleración), la superación de los 360 ppm con la caída del Muro de Berlín y hoy, en los límites de la Restauración burguesa, hemos superado los 400 ppm; y sigue creciendo rápidamente. Esto es lo que está llevando a una concentración cada vez mayor del calor que recibimos del Sol, y en consecuencia a un aumento de la temperatura promedio global de la Tierra que, según algunas agencias como Global Carbon Project y Copenhague Diagnosis, podría llegar a elevarse hasta los 6 o 7 °C para el 2100, por encima de la temperatura que el planeta conoció en el siglo XX, lo que implicaría una casi segura extinción de nuestra especie.
A este panorama se suman otras perturbaciones de los ciclos naturales, resumidas en el estudio Límites planetarios: guiar el desarrollo humano en un planeta cambiante (2015), de Johan Rockström, Will Steffen y otros científicos: la pérdida de biodiversidad, la acidificación de los océanos, la perturbación de los ciclos biogeoquímicos del nitrógeno y el fósforo, la depleción del ozono estratosférico, la crisis en el ciclo hidrológico mundial, la contaminación química con sustancias tóxicas, los cambios en los patrones de uso de la tierra y en el uso de aerosoles atmosféricos. Algunos de estos límites ecológicos del planeta han sido traspasados, otros aun no y otros más aun no han sido cuantificados. Como Crutzen y el químico Will Steffen señalaron: “El sistema Tierra se ha movido recientemente fuera del rango de variabilidad natural exhibido durante al menos el último medio millón de años. La naturaleza de los cambios que se producen simultáneamente en el sistema Tierra, sus magnitudes y las tasas de cambio, no tienen precedentes y son insostenibles”.
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Los límites ecológicos del planeta. Fuente: Centro de Resiliencia de Estocolmo. |
La humanidad atraviesa actualmente una crisis sin precedentes. Después de la política y de la económica (que comenzó con la caída del Leman Brothers en 2007), la tercera dimensión de esta crisis es evidentemente ecológica: la continua tendencia hacia la descomposición de las condiciones naturales de producción de la humanidad. Es donde más claramente se manifiesta el carácter inédito del periodo histórico que atravesamos. Desde hace siglos el capitalismo ha prosperado mediante la explotación de una naturaleza gratuita o barata, ya sea como fuente “inagotable” de recursos (convertidos en mercancías), ya sea como repositorio de desperdicios y subproductos de la actividad económica (las famosas “externalidades negativas” de la acumulación capitalista). Sin embargo, como demuestran las diversas perturbaciones ecológicas, la naturaleza ya no está en condiciones de ejercer esta doble función. Como señalara Engels en la Dialéctica de la Naturaleza, esta “toma su venganza”, con “consecuencias muy distintas, totalmente imprevistas”.
Para poder crear las condiciones favorables que permitan restablecer el intercambio metabólico entre la sociedad y la naturaleza, es necesario derrocar en primer lugar a los capitalistas a través de la tomar del poder por el pueblo trabajador, el único habilitado materialmente para poder emprender esta titánica tarea. Esto permitiría la apropiación colectiva del aparato productivo y tecnológico, y la posibilidad de modificarlo, eliminando sus aspectos retrógrados y desarrollando sus aspectos progresivos, reorientando la producción, la industria, la ciencia y la tecnología hacia el restablecimiento del metabolismo entre la sociedad y la naturaleza, “condición primordial de la vida” como señalara Engels. O como dijese Marx, “que el hombre socializado, los productores asociados, gobiernen el metabolismo humano con la naturaleza de un modo racional, realizándolo con el menor gasto de energía y en las condiciones más dignas”.
Pero, el restablecimiento del metabolismo entre la sociedad y la naturaleza ya no puede ser la tarea de una futura sociedad ideal, como se pudo haber pensado hace cien años atrás, sino que, por las actuales contradicciones de la sociedad capitalista y de su relación con la naturaleza (que podemos resumir como la crisis del sistema Tierra), la recomposición metabólica solo puede ser la tarea de “un movimiento real que anula y supera el estado actual de cosas”. Por lo que, la transición en el siglo XXI hacia la sociedad sin clases, el comunismo, que en la URSS fue estropeada por la traición a la revolución mundial y la imposición de intereses privilegiados de la casta política dominante, será ecológica o ya no será nada.
En el último número de la revista Ideas de Izquierda el sociólogo marxista de la Universidad de Buenos Aires y dirigente nacional del PTS (en el FIT), Christian Castillo, señaló: “La revolución va a dar que hablar en el siglo XXI. Y será permanente o no será nada. Si la humanidad tiene algún futuro que no sea este presente miserable o la perspectiva de una crisis civilizatoria y ecológica a gran escala, tendremos que pasar por una serie de procesos revolucionarios victoriosos”. Es necesario darle un valor concreto, aritmético, a la relación, a la ecuación, que inevitablemente se establecerá entre el marco-teórico estratégico que hemos conocido desde el siglo XX (y que le da sustento a la teoría-programa de la revolución permanente), y los nuevos elementos, inéditos, que se desprenden de la actual crisis del sistema Tierra. Pero para ello es necesario que el marxismo se nutra, se enriquezca, con la energía almacenada de cientos de científicos naturales. Como señalara Trotsky parafraseando a Engels: “El materialismo dialéctico únicamente puede ser aplicado a nuevas esferas del conocimiento si nos situamos dentro de ellas”.
Recientemente el reconocido astrofísico Stephen Hawking declaró que la superpoblación y el cambio climático llevarán a que nuestro planeta se convierta en pocos siglos en una bola de fuego, por lo que se haría urgentemente necesario preparar a la especie para escapar del planeta, porque su futuro yace en las estrellas. La crisis económica, política y ecológica que arrastra a la humanidad ha agrietado la sólida muralla ideológica del neoliberalismo, lo que ha permitido el florecimiento de las más diversas “corrientes de opinión”. Mientras algunos como Pentti Linkola postulan la necesidad de retornar al estilo de vida medieval, otros como Hawking proponen que la humanidad abandone su planeta. Nada más utópico-reaccionario. Pero franjas de masas se vuelcan hacia la izquierda, para hacer una experiencia con ella, lo que constituye una gran oportunidad. Más allá de la precisión de la predicción de Hawking, este hecho muestra cuán necesario es que el marxismo clásico “realmente existente” se reconcilie con las ciencias naturales.
Argentina, por una parte, concentra en su territorio varios tipos de extractivismos: petrolero, sojero, minero, etc. Por otra parte, es un país cuya intelectualidad progresista cuenta con una larga tradición de desprecio por las ciencias naturales, y dentro de la intelectualidad marxista, de desprecio por la Dialéctica de la Naturaleza de Engels. Esto es aún más agravado con la influencia histórica que el desarrollismo-peronismo ha tenido sobre la clase obrera y la juventud. Hoy, en el único país del mundo que posee un verdadero frente de izquierda (trotskista), con más de seis años de perseverancia, no existe ni una sola revista (o similar) que centre su elaboración en la relación dialéctica entre ciencias naturales, ecología política y teoría marxista.
Haciendo un modesto balance de la experiencia del ecologismo ruso en la joven Unión Soviética, y a propósito de la crisis ecológica de nuestro tiempo, podríamos concluir que hoy el marxismo necesita urgentemente ganar para la causa revolucionaria a cientos de biólogos, geólogos, oceanógrafos y climatólogos, entre otros. Pero no para que reproduzcan los sentidos comunes impuestos por la clase capitalista y su ciencia-empresa (el enfoque “científico” del reduccionismo cartesiano), sino para empuñar el arma del materialismo dialéctico en la lucha de clases que se avecina, junto al proletariado del siglo XXI y por la construcción del comunismo. La experiencia del ecologismo dialéctico de la joven Unión Soviética muestra que es completamente posible, y la actual crisis del sistema Tierra, que es absolutamente necesario.
Welcome to the Anthropocene. Fuente: IGBP.
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